jueves, 26 de octubre de 2006

Miedo


Perro dobló la esquina y tropezó con la miseria. Un montón de cartones desparramados en un charco de orina se movían arriba y abajo con parsimonia. Bajo el vientre de celulosa de aquel extraño ser dormitaba un hombre enjuto, con el rostro arado en profundos surcos y ojos chiquitos de perro apaleado. Perro olisqueó a su alrededor, un aroma agrio envolvía aquel extraño ser, aparentemente humano. Sin saber por qué Perro comenzó a temblar. Una extraña premonición le acompañaba desde cachorro, sabía que aquel era su destino pero, aunque callejero, hasta ahora había logrado esquivarlo. Pero no por mucho tiempo más. Lo presentía. Los presentimientos son miedos que se arrastran bajo la conciencia, pensó Perro en un alarde de clarividencia. Y siguió caminando, esquivando la miseria, olvidando sus miedos. Quizá la única manera de combatirlos.

miércoles, 18 de octubre de 2006

Ciudad

Perro se alejó del puerto. La humedad que pringaba el viento de Levante terminaba por ponerle nervioso. Buscó el refugio de las sombras de la noche y trotó con su habitual paso lobuno hacia el centro de la ciudad. A Perro le desasosegaban las grandes avenidas azotadas por el viento, sin hueco para el escondite. Las ciudades humanas comenzaron a desvanacerse con la llegada del urbanismo de cuadrícula y rotondas, pensó Perro, que tenía sus propias opiniones urbanísticas. Grandes avenidas desamparadas de sí mismas, sin aleros que protejan de la lluvia ni recovecos que entretengan la vida; sin corazón ni arterias, sin rincones oscuros ni vueltas a la esquina. Sin misterio. Sin vida.

Perro se alejó del puerto apretando el paso. En el fondo le daba más miedo un horizonte libre de misterios ni dudas que todos los rincones oscuros de la parte vieja.

miércoles, 11 de octubre de 2006

Desalmado


Un perro no tiene alma, dicen quienes saben de almas. Perro no sabría que responder ante semejante –e inasible– afirmación. Lo que se dice pensar, Perro pensaba. De hecho esto no son sino vagos reflejos de sus reflexiones. Pero eso no prueba que Perro tenga alma. Perro era callejero, flaco, pulgoso, huidizo, solitario... pero, ante todo era un ser empírico. Y pensamiento y alma no son lo mismo. Sino el mundo sería otro, y sería mejor.

Foto: Cristina García Rodero.

martes, 10 de octubre de 2006

Esclavos

El puerto es un extraño ser que respira silencioso y deja escapar de sus entrañas todo tipo de seres inquietantes. Perro lo sabía y lo temía. Le gustaba deambular cerca del puerto buscando algo de comida, seguir el rastro difuso de la cena de algún pescador, dejarse acariciar por algún otro olvidado como él, empaparse de agua salada para sacudirse después con todas sus fuerzas. Sin nunca bajar la guardia.

Perro dejó atrás el puerto y avanzó por entre los arbustos de la mediana. Caminaba a paso lobuno, con el rabo entre las piernas, olisqueando el suelo, pendiente de no terminar siendo el plato de alguno de los inmigrantes que esperaban su oportunidad para colarse en un barco ocultos en las escolleras.

Un trozo de queso curado se agarraba a las raíces de un arbusto resistiéndose al hocico de Perro cuando a su espalda un siseo seguido de dos toques de martillo le erizó las alarmas.

No les había oido. No hacían apenas ruido. Arrastraban los pies cargando sobre sus espaldas un armatroste de madera. Bajo palio, una figura de pan de oro y encajes tintineaba ajena al esfuerzo de aquellos hombres. Silenciosos, extrañamente cabizbajos. Un ser gordo como mastín viejo caminaba a su lado susurando órdenes. Un martillo de plata se balanceaba en el extremo de unos de sus brazotes, adornados con guantes blancos.

Perro había oído hablar de ellos pero jamás les había visto. Penitentes les llamaban. Cargaban su culpa y la ajena, pensaban. Sufrían sobre sus hombros el peso de la fe. Y no parecía importarles. Perro se agazapó tras un seto y esperó a que llegaran a su altura. Si no no había comida había que distraerse de algún modo. El yorkshire malcriado no sería su única víctima aquella noche.

Toc toc toc. El martillo golpeó la estructura de madera del paso que se elevó de un golpe seco rebotando pesado sobre los hombros de los penitentes. Perro salió de su escondite y se coló por entre las piernas de aquellos seres vestidos de negro, sudorosos de fe e ignorancia supina. Bajo el paso el mundo se reducía a pies malolientes, aroma de madera vieja y asfalto. Perro buscó el tobillo más jugoso y comenzó a morder una a una las pantorrilas de los penitentes. Los gritos de dolor y sorpresa se multiplicaron balanceándose el paso peligrosamente.

Lo último que vio Perro mientras se alejaba como una flecha fue una figura de mujer vestida de blanco y oro cayendo en un charco de agua y aceite. Sobre su cabeza una corona, en sus brazos un niño de porcelana con la mirada clavada en Perro, que, de pronto, comprendió qué era eso del sentimiento de culpa que dicen que mueve el mundo.

sábado, 7 de octubre de 2006

Instinto

Le llamaban simplemente Perro. Cabían pocas más explicaciones. Perro. Con eso bastaba y sobraba. Hay a quien le puede sonar incluso despectivo. Perro cristiano, perro pulgoso, perra vida... Y probablemente era despectivo, pero a Perro le gustaba. Le revestía de un halo silvestre que lo enorgullecía. Vale, era pequeño y largo, con las patas tronchas y las orejas demasiado grandes incluso para un perro; por si fuera poco no lograba marcar su territorio, pero aún le quedaban instintos salvajes. Era un predador. Bajito y feo pero un predador.

A lo lejos se acercaba un yorkshire, diminuamente aristocrático y perfumado. Perro tensó el rabo y dejó asomar colmillo. Un gruñido sordo resbaló garganta abajo. Triqui, triqui, triqui... El yorkshire caminaba con brinquitos insolentes tensando la correa, tensando también el orgullo de Perro. Olía a pachuli y a comida deluxe de lata. Un hilillo agrio recorrió la lengua de Perro que, como un relámpago sucio, lanzó una dentellada silenciosa al cuello del yorkshire que emitió un gritito de pánico y sorpresa. Perro hubiese disfrutado abriendo en canal a aquel niño mimado pero no era necesario. Su autoestima perruna estaba saciada. No hay mordisco que por bien no venga.

Me llamo Perro

Perro levantó la pata trasera izquierda y apretó el culo. Ni una gota. Si alguien se daba cuenta estaba perdido. No era ni mucho menos la primera vez. Ya casi no quedaban rastros de su dominio en su pequeño territorio ajardinado y en el barrio eran ya sólo un recuerdo del pasado. Su mundo languidecía en silencio y su vejiga se negaba tozuda a ejercer su naturaleza de registro inmobiliario inapelable. Estaba condenado a la verguenza. Al exilio.

Bajó la pata temblona y se alejó del seto a paso ligero, moviendo el rabo con desgana. Si Perro supiera lo que es la angustia entendería esa cuchilla que se desliza por su pecho.