viernes, 10 de noviembre de 2006

Dulce miedo


Perro reptó bajo el seto rascándose el lomo con el espino. El dolor le borró la conciencia del frío. La noche era tíbia como un jersey de lana pero Perro sentía frío, aunque no lo admitiera.
Entre la basura también crecen las flores y entre las barriadas florecen coquetas urbanizaciones de prados verdes y ventanas anaranjadas por el calor del hogar. Perro se escondía en estos paraísos quiza artificiales, seguro ajenos. Allí estaba a salvo. Creía. Por que los perros, o al menos Perro, creen, un defecto demasiado humano, a su pesar.
Al otro lado del seto espinoso se abría un césped de cuento para adultos, un arce japonés rojo pardo como papel de regalo olvidado en el desván y un pozo cerrado. Sin saber porqué, Perro sintió miedo. Un miedo tímido, sordo. Pero no hizo caso.
Se sacudió de un latigazo y caminó olisqueando el césped. Olía a perra, aunque no exactamente. Se acercó a la casa, una tarta de madera dorada en salsa verde. Una ventana en llamas, como un rescoldo de verano, llamó la atención de Perro. Había muchas otras, quizá tres, pero aquella abrigaba la mirada de Perro, mirada perruna, ladrara lo que ladrara.
Se irguió sobre sus cuartos traseros y estiró el pescuezo pegando el hocico al vapor de la ventana flambeada por el calor del hogar. Al otro lado de la realidad retozaba perezosa una perra roja, quizá un setter irlandés, Perro no era bueno para catalogar a las hembras de su especie, ni de otras. Su cuerpo, como de gata roja, inacabable, volaba sobre unos cojines.
Perro, por vez primera en mucho tiempo ladró, quedo pero profundo. Y aquel ser diferente le devolvió una mirada como una caricia a quemarropa, como un maullido tierno y peligroso.
Perro aguantó la mirada saboreando de nuevo el miedo. Lamió el cristal y se dio la vuelta conteniendo la huida, tratando de no mirar hacia atrás.
Y miró hacia a atrás.
Y no se convirtió en estatua de sal.