sábado, 30 de junio de 2007

Maldita herencia



Lo había sufrido larga y dolorosamente su padre, un pastor vasco, gruñón y decidido pero al que aquel mal había perseguido durante media vida. Por lejos que vayas hay rasgos familiares que no te abandonan. Unos se lucen con orgullo, otros duelen como un grano en el culo. Y más en este caso, pues eso es lo que ahora le retorcía de dolor sus entreseres. Perro siempre temió esa sombra, ese grano traidor que asoma su punzante hocico cuando menos te lo esperas. Nada grave afortunadamente, pero tremendamente doloroso.
Perro caminaba con patas de madera por el puerto, encogido de dolor, el espinazo doblado, el rabo temblequeando. Joder, maldijo Perro para sus adentros, justo un año después, otra vez, el puto grano taladrándole el culo.
Trastabilando alcanzó su escondrijo y se arrastró bajo los cartones, resignado a sufrir un par de días ese dolor que le atraviesa el culo para clavarse en el cerebro.
Se pasa, se pasa, se pasa, venga, aguanta, esto se pasa, tarde o temprano se pasa... murmuró hasta quedarse dormido.

miércoles, 27 de junio de 2007

El lugar de los hechos


Aún faltaba mucho para el amanecer. Perro se detuvo en medio de la calzada, ignorando el vértigo a ser atropellado por un conductor insomne. Aquel era el lugar. Allí la muerte lo había pasado por encima dejándolo malherido pero milagrosamente entero. Unos milímetros más allá y el desenlace habría sido fatal, oyó que decían los médicos. Allí, por tanto, había vuelto a la vida al ser consciente de su existencia. Algo, creía, vedado a los chuchos.

Un lejano chispazo de dolor, un cortocircuito de la memoria, le recorrió la espina dorsal despertando sensaciones aparentemente divergentes. Un miedo sordo y un extraño escalofrío de placer convivían en su estómago. Quizá, rumió Perro, tenía un anómino problema crónico alojado en aquellos huesos que estuvieron a punto de quebrarse para siempre. Un tumor secreto que terminó por evaporarse y desaparecer por obra y gracia de la (santa madre) casualidad.

Quizá no hay tanto misterio, propuso alguien desdo lo más profundo de Perro, y sólo necesitaba descansar entre algodones, engordar y recobrar fuerzas para poder equivocarse de nuevo por su cuenta y riesgo. Al fin y al cabo de eso se trata.

lunes, 25 de junio de 2007

La Perra se va a los puertos

El barco dio un respingo donde el Atlántico y el Mediterráneo se encuentran en un escalón invisible. Perro sujetó las tripas y aguantó el tirón. El mar se riza en el corazón del Estrecho, se lo había oído decir decenas de veces a los pocos pescadores que sobreviven. Pero las certezas siempre dejan un hueco al miedo y aquel barco se movía como un balancín al borde del infierno. La ciudad asomaba más allá de la bocana entre la neblina que trae consigo el Levante.
Cuando el ferry maniobraba para atracar Perro no pudo evitar un gemido al sentir el vacío que se abría a su espalda.
Al otro lado del abismo, dos mares de por medio, quedaba la que creía que era su casa.
A sus pies el Puerto, de nuevo su nueva casa. Otra vez el puerto.
Los maletones de quien debe cruzar un continente para volver a casa, el olor de la hierbabuena y la sal detenida del Mediterráneo. Salam'aleikhum oyó mientras se escabullía entre las piernas de un vendedor ambulante entre el tintineo de collares y súplicas repetidas hasta la saciedad; la avenida que esconde la bahía tras palmeras y tenderetes de cemento; el acantilado de naves industriales y casitas crecidas en las grietas del extrarradio hasta formar laberintos de colores pastel que contrastan agazapadas con los muros de ventanas de protección oficial...
Las afueras de su mundo. Al menos de momento, pensó Perro para engañar al vértigo que se le agarraba al estómago, nunca se sabe en que callejón se esconde el Paraíso.

miércoles, 20 de junio de 2007

Exiliado del País de las Maravillas


Alicia reunió fuerzas y dijo: No quiero que aparezcas nunca jamás en mis sueños. No vengas por aquí en una larga temporada y ya veremos.

Perro balbuceó algo estúpido y el horizonte empezó a alejarse hasta parecer un sueño borroso, una utopía. Expulsado. Exiliado del País de las Maravillas.

Una pena dolorosa pero justa y previsible. Por más que lo soñara no merezco ser ciudadano del País de las Maravillas, pensó Perro consciente de que sólo tenía dos opciones: llorar la pena como una cadena perpetua o asumir su condición de apátrida y viajar de país en país, de maravilla en maravilla, de nunca jamás en nunca jamás.

Perro gimió en silencio y giró sobre sus pasos, hacia el sur, soñando que algún día encontraría otra puerta al País de las Maravillas, que quizá la bruja no fuese rencorosa, o tal vez se arrepintiera y olvidara el hechizo que ahora le apretaba en el pecho.

La vida es tan larga como perra y siempre se guarda sorpresas en la manga. Y yo soy viejo y callejero, pensó Perro, y no perderé ni tu rastro ni mi paciencia.

Apátrida (Bilbao y 2)


Bilbao. Un sueño en grises que resultó ajeno al tocarlo con el hocico. Una ciudad nueva sin rastro del hollín en el que me revolcaba de cachorro. Nueva pero no por ello diferente, ojo. Una ciudad harta de parecerse a sí misma, resuelta a reiventarse pero enfangada en su pasado. Capital de una Euskadi aún invisible, dicen. Todo se andará, pensó Perro, aunque sea por caminos que todavía desconocemos.

Perro pronto se soltó de la correa y se escurría entre centenares de piernas, persiguiendo su reflejo entre los escaparates; entrando y saliendo de bares detrás del aroma de las guindillas; olisqueando el perfume de cualquier perra que se cruzase en su camino. Perro se sentía bien, curado de miedos y dolores, excitado como la mascota de un turista, embriagado de olores añejos. Es de justicia reconocer que Perro disfrutó como un cachorrillo recordando rincones perdidos, quizá robados; recorriendo parajes de la memoria; reviviendo mordiscos de la vida...

Perro se sentía bien, sin rastro de las secuelas del accidente. Con todos los huesos en su sitio y el costillar borrado de su pellejo con la comida casera. Después de muchos años Perro estaba gordo, lozano, contento... Listo para perrear de nuevo lejos del hogar.

Y es que cuando uno es un apátrida callejero debe asumirlo o dejarse llevar por la corriente. Y al descubrir ese pensamiento dando vueltas por su pequeño cerebro perruno una lágrima se le cayó en la acera.