jueves, 12 de julio de 2007

Barcelona

Un suave aroma a lavanda dulce envolvió a Perro, que se giró sobre sí mismo. Una mujer, fina y morena, de caminar prudente y paso rápido, doblaba la esquina allá al final de la calle. Perro salió a la carrera, agazapado en su intuición. Era ella. Su olfato no le fallaba nunca. La conoció hace ya tiempo en un lugar que ahora le parecía muy lejano. Ella le ofreció un hogar en Barcelona. Techo y cariño, qué más podía desearse. Barcelona... Siempre se arrepintió de no haber dado el paso por miedo a verse con collar. Quizá no fuese tan malo eso de ser una mascota.

Perro apretó los dientes para alcanzar a la mujer y ver su rostro. No quería perderla de vista ni ser visto. La melena negra saltaba sobre sus hombros blancos al ritmo de sus pasos. Era elegante, silenciosa, de gestos tímidos pero resuelta.. Tenía que ser ella.
Cuando estaba a punto de mirarla a los ojos desapareció en un portal oscuro con un enorme portón de madera. Tras ella quedó flotando en el aire el olor del mediterráneo, el perfume de las flores de las Ramblas, el rastro de orín y pasados para olvidar del Raval, las calles tiznadas del Gótico... Era ella, pero no pudo ladrar.

lunes, 2 de julio de 2007

Confía en mí

No te preocupes, aunque no me veas sigo aquí. Aunque no me encuentres no te desanimes, sigue alerta, no estoy lejos. Confía en mí.
Perro despertó sobresaltado, la boca seca y el estómago anudado. Desde cachorro le asustaba soñar, le ahogaba el vértigo. Perro era un soñador que no confiaba en sus sueños, por más que le dijeran 'confía en mí'.
Empujado por una repentina angustia salió corriendo de su escondite. Recorrió las avenidas que escapan de la ciudad para perderse en los extrarradios salpicados de urbanizaciones buscando el último lugar en el que creyó posible ser feliz. Las calles estaban detenidas en el silencio, enmarcadas por parterres cortados a cepillo y casitas de ladrillo. Perro caminó de puntillas guiándose por el olfato de la memoria, pasando de largo chalets victorianos y cabañas de pvc hasta llegar a un largo seto que formaban un tupido muro de abetos. Al otro lado silbaba el sistema de riego y una algarabía de ladridos parecía regocijarse entre la lluvia en polvo. Perro se arrastró bajo el seto rascándose el lomo como la primera vez. Apenas había asomado el hocico en el jardín cuando un grito agudo rompió el hechizo.
- Otra vez ese chucho sin collar, aulló la voz, mientras Perro reculaba asustado pero feliz.
Fue sólo un instante, un sueño fugaz, pero alcanzó a ver su pelo rojo brillando sobre la hierba mojada.

Al tercer día (Maldita herencia y 2)

Al tercer día, Perro resucitó de entre los cartones. Jodido pero contento. El culo aún le recordaba su mal cíclico con picotazos de dolor. Ese puto grano ya casi estaba vencido, una vez más, hasta la próxima. Ya sólo era ese dolor sordo que con los años le era demasiado familiar por lo que, confiado en la experiencia de otras guerras se incorporó y echó a andar. No hay nada como caminar, a paso lento, tranquilo. Era de las pocas cosas de las que estaba convencido y de las que jamás se cansaba. Caminar escuchando las músicas que suenan en la cabeza, oliendo la vida. Caminar y sentarte a descansar mirando el mar sin que te duela el culo... qué placer.

domingo, 1 de julio de 2007

Los fugitivos (Cura de humildad)

El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro -nunca lo habían llamado sino Perro- estaba cansado. Se revolcó entre las yerbas para desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría tal vez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía del lomo, retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omóplatos.


Inicio del cuento Los fugitivos, de Alejo Carpentier