miércoles, 20 de junio de 2007

Apátrida (Bilbao y 2)


Bilbao. Un sueño en grises que resultó ajeno al tocarlo con el hocico. Una ciudad nueva sin rastro del hollín en el que me revolcaba de cachorro. Nueva pero no por ello diferente, ojo. Una ciudad harta de parecerse a sí misma, resuelta a reiventarse pero enfangada en su pasado. Capital de una Euskadi aún invisible, dicen. Todo se andará, pensó Perro, aunque sea por caminos que todavía desconocemos.

Perro pronto se soltó de la correa y se escurría entre centenares de piernas, persiguiendo su reflejo entre los escaparates; entrando y saliendo de bares detrás del aroma de las guindillas; olisqueando el perfume de cualquier perra que se cruzase en su camino. Perro se sentía bien, curado de miedos y dolores, excitado como la mascota de un turista, embriagado de olores añejos. Es de justicia reconocer que Perro disfrutó como un cachorrillo recordando rincones perdidos, quizá robados; recorriendo parajes de la memoria; reviviendo mordiscos de la vida...

Perro se sentía bien, sin rastro de las secuelas del accidente. Con todos los huesos en su sitio y el costillar borrado de su pellejo con la comida casera. Después de muchos años Perro estaba gordo, lozano, contento... Listo para perrear de nuevo lejos del hogar.

Y es que cuando uno es un apátrida callejero debe asumirlo o dejarse llevar por la corriente. Y al descubrir ese pensamiento dando vueltas por su pequeño cerebro perruno una lágrima se le cayó en la acera.